Nocturna
Sus besos carmesí humedecieron mis manos, siempre dispuestas a portar mi
espada en la guerra; sus besos fundieron el hielo que almacena cada uno de mis
dedos para así dar el último golpe de muerte sin remordimiento ni conciencia,
para que la sangre que se derrama entre ellos no llegue a mi corazón y pueda
engañarlo con las postreras súplicas de una vida que ya ha sido condenada. Pero
sus besos... sus besos hechizados consiguieron bombear sangre de fénix en mi
corazón de guerrero.
¿Quién era ella, sombra de noche de luna rota? ¿Acaso apareció de la fusión
de lago y oscuridad? ¿O quizá no era exacta, y su verdadero semblante fuera el
de la lastimera fuente que derrama su regalo a los peces y a las ortigas?
Tal vez por ello el presente de sus labios me lo ofreció a mí, un ser digno
de deleitarse con los encantos ocultos que ella guardaba hasta aquel momento,
el anochecer de las nubes de fuego. Pero ya no era en mis manos donde recibí su
ofrenda, no, sino en mi cuello desprotegido; sin percatarme de su movimiento,
silencioso, sutil, había alzado su posición y entonces, con mis manos ya libres
de placer, rodeé su silueta fría y frágil de niebla.
Por un momento creí no vivir al no verla, pues debía ver para vivirla;
recordé su rostro de hacía unos eternos segundos, mejillas con color de muerte,
ojos sin brillo de vida, cabello oscuro que reposaba en las aguas del lago, y a
pesar de todo, hermosa, tan hermosa como la oscura alcoba que contiene los
antiguos secretos de familia.
Y por fin sus besos se posaron en mis labios, refrescando mi aliento
efusivo. La abracé más fuerte aún, sin importarme que su cuerpo de rayo de luna
pudiese partirse como una rama de sauce podrida por el agua. Ella era mía, mi
esclava, tan mía como yo quisiera y hasta cuando yo decidiera. Deseaba tenerla,
que me abrazase como la hiedra, y así lo hizo; sus brazos enredados de sus
cabellos me aprisionaron fuerte, parecía como si su cabello también me
envolviese, me abrazase, sentía su enredo en la espalda, en los brazos, en las
piernas, como suaves brazos y menudas manos. Mi cuerpo quedó totalmente
humedecido por aquel sinuoso y múltiple abrazo, y un temblor de debilidad
consiguió hacerme abrir los ojos marchitos por el deseo.
Por todos los dioses... allí estaban ellas, todas ellas, besando mis pies,
acariciando mis piernas, lamiendo mis manos, ellas, hijas de la medianoche
ancestral, reptando por las aguas tranquilas mientras lloraban ínfimos cantos
rodados blancos, deseosas de llegar a mí y robar mi calor humano.
Demasiado tarde me di cuenta, demasiado tarde contemplé la verdad en la
inmensidad de los pozos negros de sus pupilas tristes... pues mi bella esclava
no era mía, sino al contrario; ella era una reina, señora de la agonía y del
fuego fatuo, dama del espejismo y del lodo, que cobraba el tributo de mi osadía
apoderándose del aliento de mi vida y dejando mis despojos desfallecidos para
sus siervas de alma perdida.
En ese instante de condena intenté llorar, consciente de no despertar la
piedad de su corazón de piedra de río, por saberme perdido de la luz del sol,
pues a partir de ahora sería un errante del crepúsculo en los pantanos
lúgubres, y sólo viviría en los sueños inalcanzables. Ya no lograría llegar
nunca a la torre más lejana de la más lejana montaña en busca de la doncella de
cabellos de luz y rostro de esperanza... pero es que mi esperanza se convirtió
en deseo, y el deseo ansió unos labios, labios que ofrecen besos carmesí...
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